América Latina es escenario de una crisis diplomática sin precedentes. La decisión de Ecuador de asaltar, el viernes pasado, la Embajada de México en Quito encendió una disputa bilateral que aún perdura. El Gobierno del derechista Daniel Noboa se saltó sin matices la inviolabilidad de las delegaciones extranjeras que la Convención de Viena estableció hace más de 60 años. Noboa ordenó a su policía nacional que sacase por la fuerza del edificio al exvicepresidente Jorge Glas, refugiado allí desde diciembre. Glas tiene dos condenas por corrupción en su país y se considera un perseguido político.
La suerte de Glas comenzó a definirse el miércoles 3 de abril. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dijo ese día que Noboa había ganado las elecciones gracias, en parte, al asesinato del candidato opositor Fernando Villavicencio durante la campaña. Al día siguiente, Ecuador declaró persona non grata a la embajadora mexicana en Quito, Raquel Serur. México respondió el viernes: otorgó a Glas el asilo político y pidió a Ecuador un salvoconducto para sacarlo de Ecuador. Noboa no entregó el permiso, rodeó la Embajada con la policía y en la noche de ese mismo día asaltó el edificio. Las grabaciones de las cámaras de seguridad, difundidas por México, mostraron a hombres encapuchados y armados con fusiles forcejeando con el personal de la Embajada mientras sacan a Glas en andas. El diplomático Roberto Canseco regresó a México con un collarín, evidencia de la violencia del ataque.
Nunca un país latinoamericano se había animado a tanto, ni siquiera en los tiempos en que las embajadas servían de refugio a los perseguidos por las dictaduras de los setenta. México sumó enseguida los apoyos de los países de América Latina, Estados Unidos y la Unión Europea. El miércoles, la OEA condenó el ataque, con el único voto en contra de Ecuador. Noboa deberá ahora enfrentar una demanda que México prometió presentar ante la Corte Internacional de Justicia. La crisis aún no ha terminado, mientras Ecuador esta cada vez más solo.
Por FEDERICO RIVAS MOLINA / El País