La rendición del universo Disney a las exigencias de la cultura woke en los últimos años empieza a pasarle factura en su parque temático de referencia mundial, situado en Orlando, Florida. Allí, el gobernador del estado, el republicano Ron DeSantis, se ha cansado de que lo que durante décadas fue una empresa dedicada al entretenimiento y diversión de los más pequeños, se ha acabado por convertir en un centro de adoctrinamiento ideológico del buenismo progre que abraza sin reparos toda clase de identitarismos.
La decisión tomada por DeSantis ha consistido básicamente con acabar con los privilegios que Disney contaba en el parque temático de Orlando y alrededores, donde percibía ingresos millonarios y beneficios similares sin ofrecer ninguna contrapartida a cambio. La compañía legendaria de animación regentaba como un auténtico paraíso el terreno donde se asienta su parque temático y establecía, por tanto, las condiciones para que terceras firmas comerciales pudieran establecerse.
Todo ello suponía un agravio comparativo para otras empresas colindantes que reclamaban constantemente las mismas condiciones que se establecieron para Disney por parte de la administración. Pero esta vez Disney ha llegado demasiado lejos. El pasado año, su directora general de contenido de entretenimiento, Karey Burke, desveló que, «como madre de dos niños queer», quiere que la mitad de los personajes sean LGTBQ+ o de minorías étnicas. Sus declaraciones, dijo ella, no fueron sólo producto de su responsabilidad en la compañía sino como «madre de dos hijos queer, uno pansexual y otro transgénero». Por su parte, la propia productora ejecutiva de Disney, Latoya Raveneau, también aseguró que trabajaba sobre una «agenda gay» nada oculta y bien recibida por sus superiores.

Pero las cosas no acabaron ahí. En Orlando y el resto de parques temáticos, Disney ha suprimido el uso de los pronombres personales de género para evitar «saludos sexistas» y utiliza lo que ellos creen son modos «más inclusivos». Otra de las controvertidas iniciativas llevadas a cabo en Florida el mes pasado fue cerrar la atracción Splash Mountain que había hecho las delicias durante tres décadas de todos los visitantes. El motivo de su clausura fueron las críticas de racismo recibidas porque algunos de los personajes que en ella estaban se correspondían con la película de 1946 Canción del sur, metraje criticado desde algunos sectores por presentar estereotipos racistas.
La gota que colmó la paciencia del gobernador republicano fue la oposición frontal de la compañía a la ley Don’t Say Gay (No digas gay) impulsada por DeSantis para frenar el adoctrinamiento sobre orientación sexual en los colegios de Florida.

La nueva estrategia no parece estar funcionando bien para el imperio Disney. Las acciones perdieron el 43% de su valor en 2022; en el último trimestre del año perdieron 2,4 millones de suscriptores; y se acaba de dar a conocer el despido de 7.000 trabajadores en todo el mundo, un 3% de su fuerza laboral. Mientras que la compañía lo achaca a la pérdida de los derechos de retransmisión de críquet en la India, donde contaba con 61,3 millones de suscriptores, no son pocos que señalan la deriva en la que está inmersa la multinacional desde hace tiempo.
